En mi ya algo dilatada carrera en educación, he visto surgir un fenómeno que hace algún tiempo ha venido describiendo uno de los sociólogos más importantes de hoy. Me refiero al polaco-británico Zygmunt Bauman, quien acuño el término modernidad líquida para capturar aspectos de la sociedad contemporánea.
Una idea central en su obra es que el eje de la sociedad moderna se ha trasladado del productor al consumidor. La libertad, que otrora se entendiera como un bien social y político, que generaba derechos y deberes en nuestras relaciones sociales, y para con la comunidad entera, hoy se reduce cada vez más a la 'libertad de elegir' –una noción privada y personal, que transfiere el énfasis en forma decisiva al individuo, antes que a su relación con los demás. El resultado, en opinión de Bauman, es la apatía política y la indiferencia moral. El 'bien común', que fuera una noción central del objetivo de la política en tiempos pasados, ya no es algo que concita mi interés, y la moralidad es algo que moldeo a la medida de mis intereses antes que formas tácitamente acordadas de tratar, y de relacionarme, con mis iguales –chaq'un à son goût!
En educación, este cambio de foco se ve en la relación que algunos padres tienen con las escuelas en que educan a sus hijos. Se perciben, simplemente, como consumidores de este servicio, y las quejas que tienen con un aspecto u otro de las instituciones de educación, se presentan con el mismo tono con que increpan al empleado de supermercado por la fecha de vencimiento de un yogur (no sugiero que el tono en este caso sea el adecuado...). Los consumidores han desarrollado a la perfección el tono indignado cuando se quejan, y el juicio implícito o explícito de ineptitud en relación con aquellos que son objeto de sus quejas (aunque sean, a todas luces, sujetos).
La tragedia de esto es que todas las hermosas declaraciones hechas cuando ingresan a sus hijos al colegio, las promesas de que la relación es una alianza estrecha entre escuela y familia en pos de un objetivo común, se borran de un plumazo ante la desautorización que fácilmente se hace de profesores, directivos u otros integrantes del plantel escolar. Todo esto, usualmente, delante de los mismos niños que estas escuelas deberán seguir empeñadas en educar. ¿Acaso es posible esto después de escenas como éstas?
El planteamiento de quejas como si la relación fuese sólo una relación más de consumo, ignora algo fundamental en la relación que debiera haber entre familia y colegio, una comunión de intereses entre adultos para la formación de un niño. Está claro que existe una prestación de servicio, y que frente a una insatisfacción un padre tiene derecho a expresarla y a quejarse. El problema estriba en cómo esta queja se plantea, y si se hace con el mismo respeto que exigiría cualquier padre para si mismo.
Tal vez la forma más fácil de ilustrar el dilema de los colegios es planteando un absurdo... ¿Qué ocurriría si los colegios optaran por una política de reciprocidad frenta a padres que desautorizaran a personas del colegio frente a sus hijos? Esto es, ¿si se le hiciera sentir al hijo que el problema de verdad es que sus padres son unos ineptos? El obvio contrasentido que encerraría esta política es prueba clara del inconveniente de su contraparte...
Sospecho que este traslado de una postura de consumidor es una caricatura de la actitud de alguien que defiende derechos realmente conculcados, y tal vez sea producto de las mismas ansiedades y miedos que describe Bauman como parte de la condición humana actual, pero para aquellos que trabajan en educación es un actitud que dificulta aún más una labor de suyo difícil.
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